2.2.1 El amor de Dios
PARA REFLEXIONAR:
Leer atentamente el siguiente texto: El amor de Dios
El Dios que ama no es un Dios lejano, sino que interviene en la historia. Cuando revela a Moisés su nombre, lo hace para garantizar su asistencia amorosa en el acontecimiento salvífico del Éxodo, una asistencia que durará para siempre (cf. Éxodo 3,15). A través de las palabras de los profetas, recordará continuamente a su pueblo este gesto de amor. Es un amor que asume tonos de una inmensa ternura (Oseas 11,8s.; Jeremías 31,20) y que se sirve normalmente de la imagen paterna, pero que se expresa en ocasiones con la metáfora nupcial: «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho en amor y en compasión» (Oseas 2,21, cf. vv. 18-25). Incluso después de haber constatado en su pueblo una repetida infidelidad a la alianza, este Dios está dispuesto a ofrecer una vez más su propio amor, creando en el hombre un corazón nuevo, que le hace capaz de acoger sin reservas la ley que se le da, como leemos en el profeta Jeremías: «pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jeremías 31,33). Del mismo modo, se lee en Ezequiel: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ezequiel 36,26). El Nuevo Testamento nos presenta esta dinámica del amor centrada en Jesús, Hijo amado del Padre (cf. Juan 3,35; 5,20; 10,17), el cual se manifiesta a través de él. Los hombres participan en este amor conociendo al Hijo, es decir, acogiendo su enseñanza y su obra redentora. No es posible alcanzar el amor del Padre, si no se imita al Hijo en la observancia de los mandamientos del Padre: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Juan 15, 9-10). Pero la experiencia viva del Padre y del Hijo tiene lugar en el amor, es decir, en último término, en el Espíritu Santo, porque «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5, 5). El Paráclito (Espíritu Santo) es aquel por el que hacemos la experiencia del amor Paterno. Y el efecto más consolador de su presencia en nosotros es precisamente la certeza de que este amor perenne y desmedido con el que Dios nos ha amado antes nunca nos abandonará: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ... Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 8, 35. 38-39). El corazón nuevo, que ama y conoce, palpita en sintonía con Dios que ama con un amor perenne. (Juan Pablo II)
Primera carta de Juan 4, 7-21
Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.
El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él.
Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados.
Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros.
Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros.
La señal de que permanecemos en él y él permanece en nosotros, es que nos ha comunicado su Espíritu.
Y nosotros hemos visto y atestiguamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo.
El que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, permanece en Dios, y Dios permanece en él.
Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él.
La señal de que el amor ha llegado a su plenitud en nosotros, está en que tenemos plena confianza ante el día del Juicio, porque ya en este mundo somos semejantes a él.
En el amor no hay lugar para el temor: al contrario, el amor perfecto elimina el temor, porque el temor supone un castigo, y el que teme no ha llegado a la plenitud del amor.
Nosotros amamos porque Dios nos amó primero.
El que dice: «Amo a Dios», y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?
Este es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano.
Primera carta a los Corintos 13,4-10:
Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe.
Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.
Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada.
El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece,
no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido,
no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad.
El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá;
porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.
Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto.
Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí.
En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande todas es el amor.
El amor n o pasara jamás.